Judith ordenaba sus cosas y encontró, entre las páginas amarillentas de un libro, una foto que creía perdida. Está un poco gastada y con quiebres, pero ese papel envejecido tiene demasiado valor, sobre todo porque reaparece en este momento de su vida.
En la imagen, el panorama general es un puerto. No se sabe si el sol cae o amanece, pero el horizonte, a la izquierda, tiene destellos naranjas y suaves rayos de luz iluminan las barcas y la gente, en el lado derecho. En el centro, sentados en una roca, están los dos, Alfredo y Judith.
Sí, eran muy jóvenes, apenas rozando los veinte. Ella entrelaza su brazo izquierdo en el derecho de él, mirando hacia la cámara, y él la observa.
Judith no sonríe, se ve pensativa, con un brillo en los ojos. Viste unos vaqueros azules y un jersey negro, con el cabello suelto, cubriendo un poco su rostro. Alfredo lleva un suéter gris, pantalón negro, una mochila a los hombros, y zapatillas.
Cuánta historia puede ocultar una fotografía, pensó. No es solo el instante congelado, tras el lente de una cámara, sino muchos detalles ocultos que pesan en su memoria.
“Los dos éramos jóvenes, pero cuántas cosas habíamos vivido”, dijo al contemplar la imagen.
“En mi rostro se veía la desolación, a pesar del esfuerzo por sonreír. No podía cumplir el mismo anhelo, aunque significaba una nueva vida. Tenías tantos deseos, y yo solo quería olvidar todo lo vivido, pero a pesar del dolor, no podía dar un paso. Pesaba en mí el recuerdo, y vivir con ellos me condena”.
Por las noticias en la televisión transmiten imágenes del último ataque terrorista en la ciudad. Judith apenas escuchó el recuento de daños, las víctimas, el discurso oficial. Apagó el televisor y fue hasta la terraza para sentarse. Cerró los ojos, respiró hondo, y por un momento observó que la historia volvía a repetirse, incluso con las bombas.
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