viernes, 23 de septiembre de 2011

2. La Fotografía

Judith ordenaba sus cosas y encontró, entre las páginas amarillentas de un libro, una foto que creía perdida. Está un poco gastada y con quiebres, pero ese papel envejecido tiene demasiado valor, sobre todo porque reaparece en este momento de su vida.

En la imagen, el panorama general es un puerto. No se sabe si el sol cae o amanece, pero el horizonte, a la izquierda, tiene destellos naranjas y suaves rayos de luz iluminan las barcas y la gente, en el lado derecho. En el centro, sentados en una roca, están los dos, Alfredo y Judith.

Sí, eran muy jóvenes, apenas rozando los veinte. Ella entrelaza su brazo izquierdo en el derecho de él, mirando hacia la cámara, y él la observa.

Judith no sonríe, se ve pensativa, con un brillo en los ojos. Viste unos vaqueros azules y un jersey negro, con el cabello suelto, cubriendo un poco su rostro. Alfredo lleva un suéter gris, pantalón negro, una mochila a los hombros, y zapatillas.

Cuánta historia puede ocultar una fotografía, pensó. No es solo el instante congelado, tras el lente de una cámara, sino muchos detalles ocultos que pesan en su memoria.

“Los dos éramos jóvenes, pero cuántas cosas habíamos vivido”, dijo al contemplar la imagen.

“En mi rostro se veía la desolación, a pesar del esfuerzo por sonreír. No podía cumplir el mismo anhelo, aunque significaba una nueva vida. Tenías tantos deseos, y yo solo quería olvidar todo lo vivido, pero a pesar del dolor, no podía dar un paso. Pesaba en mí el recuerdo, y vivir con ellos me condena”.

Por las noticias en la televisión transmiten imágenes del último ataque terrorista en la ciudad. Judith apenas escuchó el recuento de daños, las víctimas, el discurso oficial. Apagó el televisor y fue hasta la terraza para sentarse. Cerró los ojos, respiró hondo, y por un momento observó que la historia volvía a repetirse, incluso con las bombas.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

1. El Amanecer

Alfredo duerme. Apenas se distingue su cuerpo en la cama. Todo está en penumbras en la habitación, y sólo el reflejo lejano de las luces de la calle, que se cuelan con debilidad por las cortinas de su cuarto, denotan sus contornos.

En ese momento es indefenso, un cuerpo sin alma, sólo un objeto inanimado. De súbito abre los ojos, y se da cuenta que, a su lado, sólo la ausencia entre las sábanas lo acompaña. Y la almohada inmóvil, sin vida, con restos de calor. Como primer movimiento, se acerca a la mesa de noche para observar que en el reloj despertador son las cinco de la mañana.

“Nunca me imaginé verte dormir, y ahora, al hacerlo, me relaja”, dijo ella, invisible, casi una voz omnipresente. Estaba sentada en el sillón, fumando un cigarrillo. El olor del tabaco quemado se percibía en el ambiente, y su voz.

Al escucharla quiso adivinar dónde se encontraba. Se volvió al lugar donde provenía la voz, y de pronto, de entre la oscuridad, sintió el contacto de unas manos.

Ese momento, donde las palabras no surgen, tal vez solo el contacto de la piel, la respiración pausada, era nuevo entre los dos. Se sentían. Él desconcertado ante la suavidad de sus manos y la lejanía de su cuerpo.

No era el momento adecuado, pero muchas preguntas daban vueltas en la cabeza de Alfredo. ¿Qué es esto? ¿En qué punto nos encontramos? ¿Hasta dónde llegaremos? ¿Qué…?

Su pensamiento fue interrumpido cuando ella, con un suave roce, tocó su pecho.

- A veces quisiera que la vida fuera este momento, indefinido. Sin tiempo, sin voces, sin obligaciones ni la idea de salir de acá. A veces la vida me agobia, pero acá, con vos, no quisiera pensar que hay algo más allá afuera.

Hubo un momento de silencio tras sus palabras, y Judith encendió la lámpara de la mesa de noche.

Ahí estaba, inclinando la cabeza en el sofá, daba una bocanada al cigarro, y luego depositaba las cenizas en el cenicero, con lentitud. Ella lo miraba, tendido en la cama, desnudo. Sus ojos no reflejaban deseo ante el cuerpo descubierto, sino una mezcla de emociones.

“¿Hace cuánto nos vimos por última vez?”, le preguntó Judith. Sí, hacía más de diez años, y pesaba sobre ese tiempo el recuerdo de muchos momentos que los separaron y que, ahora, los colocaban frente a frente.

Ella se levantó, y sin que pareciera a propósito, como esperando una respuesta, dejó caer la sábana que la cubría, y se colocó al lado de Alfredo, en el lecho. No, no quería encontrarse de nuevo en ese juego de la pasión, la entrega de la carne; simplemente quería mirarlo, tocar su cara, y grabar cada una de sus facciones en su memoria.

“Sí, el tiempo pasa”, pensó ella, y lo abrazó. “¿Y por qué ahora volvemos a encontrarnos?”, se preguntó.

Recordó sus palabras, como un eco en la memoria, luego que ella se marchara, dejando apenas los rastros de olor a cigarro, el sabor de su beso y el silencio.

* * * * * * * * * *

“Ayer estaba ordenando mis cosas y encontré tu fotografía. ¡No te imaginás el valor y los recuerdos que puede tener una foto, sobre todo si han pasado veinte años”, dijo Judith, al otro lado de la línea telefónica.

Las dos de la mañana. Desde la ventana se observan los tejados, las calles húmedas e iluminadas. Todo es silencio. Solo su voz en el teléfono le acompaña, tras un impulso por escucharla y dudar si marcarle o no, a tan inapropiada hora.

Sí, ella también se sentía sola. Estaba despierta, en la terraza del apartamento, fumando un cigarrillo. “No podía dormir. Antes mis noches eran de un sueño profundo y, desde que te encontré, no puedo cerrar los ojos, porque te encuentro en mi mente. Antes mi vida tenía una rutina sin sentido. Ahora, en cualquier momento, solo tengo la idea de tenerte”.

Conversan sobre el tiempo transcurrido, los años que pasaron tras la larga ausencia. Él es el redactor de un periódico amarillista, acostumbrado a las notas rojas y los escándalos; ella, una cajera de banco. Judith sonríe al caer en la cuenta que tienen vidas diferentes, pero luego cambia el tono de su voz.

“Pero nada es lo que parece, Alfredo. En el fondo sigo siendo la misma, con muchas dudas y un enorme vacío dentro… Te escucho y sos el mismo de ayer. Si no te molesta, ¿puedo llegar a verte?”

* * * * * * * * * *

Poco a poco su vista se va acostumbrando a la oscuridad que aún intenta reinar, y observa cómo por los ventanales la mañana da sus primeros destellos. Se queda un momento mirando y recuerda las veces que ha despertado a esa hora, para ver dormir a quien lo acompaña, escuchar cómo respira, y mirar cada parte de su cuerpo.

Se levanta y va hasta la ventana para observar, como ha hecho desde pequeño, el alba.

Cuántos amaneceres han pasado, cuántas veces se ha levantado el sol y, sin explicárselo, ninguno es igual; cuántos ha visto junto a otras mujeres, desde la habitación de un hotel; en algún apartamento alquilado; en un tren en marcha, rumbo al Sur; o sentado en la arena, mientras las olas mojan sus pies.

Distintos cuerpos, distintas bocas, distintos sabores y pieles, y todos para llenar ese vacío que siente, desde que era un niño.

Poco a poco la línea divisoria entre el cielo y la tierra toma un color rojizo. Es ahí que experimenta ese mismo sentimiento que lo ha embargado toda su vida. La melancolía. Y un poco de desencanto, un poco de desaliento.

Melancolía por lo que quedó atrás, por las palabras que no fueron expresadas, por los silencios, por el tiempo inexorable y las cicatrices que se resisten a sanar.

Las calles de la ciudad aún no se llenan de vehículos, no hay gente caminando, y la calma reina. Todos los edificios tienen un color ceniciento, pero el amanecer va tiñéndolos de un tono carmesí. Allá abajo se ve el parque, alcanza a distinguir las bancas solas, y alguien que camina en dirección a su edificio.

Ese alguien se detiene. No distingue su rostro, pero observa que es una mujer. Lleva un impermeable oscuro que le llega hasta los pies, y parece que mirara hasta su ventana. Su teléfono suena, notificando un mensaje. “Al caminar hasta acá, me di cuenta que ya es otoño”.

Ahí, al mirarla de pie, iluminada por el amanecer, Alfredo recordó el primer día que Judith apareció en su vida.